En la mañana de un día
recogiendo la siembra de tomates, preparaban las mujeres en la cocina
plátanos sancochados, con un escabeche de arenque guisado con cebollas,
ajíes y unos cuantos tomates maduros, recogidos esa mañana. Jugoso caldo para que los trozos
de plátanos no añugaran a los trabajadores del campo. Agua, mucha agua se
bebía con el gustito que dejaba tan rico caldo, con el puntito de sabor
salado del arenque. En medio de ese campo solo estaba esa casita de
madera, una puerta de entrada y otra de salida, dos ventanas, unos
muebles de palitos y unas cuantas sillas de guano; por otra parte dividía el bohío en
dos cuartos, una pared de rusticas tablas sin pintar. Piso de tierra, techo cubierto con planchas de zinc. Una letrina alejada en el patio. Enramada copiosamente techada con palmas entretejidas, para
guarecernos de cualquier llovizna inesperada o del sol, mientras nos refrescábamos. Las herramientas cuales utilizábamos para la siembra y cosecha, sacos
de chanchán, huacales de madera, la junta de arar, todos amontonados.
También
estaba detrás de la casita, una cocinita con un fogón. Enganchados en
algunos anaqueles improvisados, las tapas de los calderos, un cedazo,
cucharones de madera y de a aluminio, higüeros, dos o tres calderos
tiznados, unos cuantos jarros esmaltados y de aluminio, un termo para el
hielo que se traía del pueblo, unos cuantos potes con aceite tapados
con tuzas de maíz, sal, azúcar, un par de mesas, poncheras, un pilón de
madera, astillas de cuaba, un molenillo, un guayo, una tinaja de barro
llena de agua lluvia. Una batea de madera para limpiar el arroz,
jícaras de coco y unos cuantos cachivaches. Bidones vacíos y otros
llenos de agua para cocinar.
No ostentaban ningún envase de vidrio, las
cucharas y tenedores eran contados y en un rinconcito que parecía
un altar, la rústica cafetera; un colador de tela enganchado en su burro
de madera y dos jarros uno para echarle el agua caliente al colador
lleno del polvo de café y otro debajo para recibir tan exótico brebaje.
En el piso de tierra debajo del fogón leña y ceniza, alguna esparcida y
las demás barridas con una escoba de ramos, recogidas en una yagua.
Cenizas que regaban alrededor de la casita, para que las arañas cacatas
no entraran a treparse en los mosquiteros.
Guandules secos y verdes se recogían, los desgranaban. ¡Que curioso cuando los gusanitos se enrollaban en las vainitas y olían a verde! Cilantro ancho o recaito, crecía silvestre en un lado de la cocina. Un racimo de guineos enganchado en una esquina. Cebollín y trenzas de ajo enganchados también, del cual quemaban las cáscaras del ajo, para espantar las culebras. Y los demás sazones, lo que hacia falta para el cocinao de ese día, alguno lo traía por encargo del pueblo en su macuto. Un caldero grande donde se hacia un moro, para todo el mundo. Carnes, se traían del pueblo, a veces se comían un par de las mismas gallinas que andaban sueltas, cocinaban las manilas porque tenían más carne y dejaban las de calidad que sirvieran para los huevos. Un buen revoltillo de huevos con yuca encebollada, o sino una olla llena de yautía, batata y ñame, acompañados de salami guisado con mucha cebolla y caldo para que rindiera. Y la mentada tajada de aguacate.
Había un conuquito del cual también estábamos pendiente sembrado de ajíes, yuca, molondrones, berenjenas, verdura y todo lo que fuera de crecimiento rápido y se utilizara en la comida más pesada la cual se preparaba al mediodía, el desayuno era necesariamente preparado con víveres. En la noche se quedaba una pareja de trabajadores durmiendo en el bohío, con lamparitas husmeadoras se alumbraban. Los demás nos íbamos camino al pueblo antes que anocheciera, y volvíamos temprano en la mañana, para que el sol no nos calentara las sienes, recogiendo los tomates.
En medio de la faena de recoger la cosecha de los tomates. Un puñado de sal en grano siempre cargábamos los muchachos en los bolsillos, entre recoger los tomates, mata por mata, luego amontonarlos, clasificándolos por tamaño y de una vez metiéndolos en los huáchales de madera que se iban en el camión para el mercado, la pila de los que no servían para la venta, no los llevábamos, repartíamos con los vecinos y los usábamos en nuestras casas en jugo de tomate, dulce de tomate o para las ensaladas. La sal en los bolsillos la usábamos cuando aparecían unos tomates irresistibles de comer, además de los mangos, guanábanas, mamones, guayabas y otros frutos que crecían alrededor del conuco.
Un
chapuzón en el río que quedaba retirado entre otras parcelas o agua que
subíamos del pozo y refrescarnos cuando terminábamos exhaustos. A media
tarde un cafecito nos recargaba las energías, o una limonada endulzada
con azúcar crema; recogíamos lo más que podíamos ese día, para que las
matas que ya habían sido recogidas, revisarlas de nuevo por si las varas
que las sostenían se habían aflojado. En muchas cosechas íbamos un
grupo de la familia y a veces nuevos trabajadores, era una aventura el camino de ida y de regreso, muchas risas, cantos, y cuentos paradójicos que solían enunciar los mas viejos.
¡Que recuerdos aquellos! en el que se cocinaba en un caldero la comida de tanta gente, donde no había protocolo, ni servilletas, ni sirvientes, que dividieran el plato principal de los acompañamientos, en donde sobraban las sillas, quien fregara, y quien le sirviera y le guardara al que no estaba su comida tapada con otro plato. Donde no faltaban los utensilios, ni el fuego, ni la limpieza. Adonde no sobraba lo que se cocinaba y nadie se quedaba con hambre. Yo siendo una niña almacenaba todos estos episodios en una caldera de recuerdos, en el ambiente tierno y rústico de esa cocina, con olor campesino. Muchos de esos recuerdos han permanecido impregnados en mis memorias, de algunas cosechas de tomates y otros frutos de la madre tierra, que con muchos sacrificios de nuestra familia, sembraba y cosechaba mi papá.
Esmirna Rivas Tejeda ©2008
*Dedicado a Papi en mis recuerdos de sus días como agricultor dominicano.